Si pretendemos regresar a El Cairo desde Alejandría para concluir nuestro viaje por Egipto, dejaremos a nuestro paso infinidad de lugares de interés en el delta del Nilo, como Mansura, con sus restos de las Santas Cruzadas; Zagariz, una de las ciudades más antiguas de Egipto; o Tanis, el mayor emplazamiento arqueológico del país. Situada a unos doscientos kilómetros al norte de El Cairo, aquí es donde Steven Spielberg quiso situar el Arca de la Alianza buscada ansiosamente por el ficticio Indiana Jones.
Naturalmente, el solo hecho de que Moisés cruzase esta ciudad, llamada Zoan en la Biblia (capital del Egipto antiguo entre el siglo X y el VIII a.C.), o las quinientas cincuenta hectáreas de restos arqueológicos que desde hace ochenta años clasifican pacientemente los arqueólogos franceses, o la simple existencia de tumbas como las de Psusenes II o Sheshanq III, con sarcófagos gigantescos, comparables a los del Serapeum, justificarían de por sí la visita a Tanis. Pero es que este sin par emplazamiento arqueológico nos ofrece otros interesantes aspectos de las creencias mágicas y supersticiosas de los egipcios, ya que algunas de las colosales estatuas faraónicas, como la inquietante Sekhmed (la diosa leona), de tres metros de altura, o el imponente Ramsés II, hoy caído, pero que en su momento debió de medir seis metros de altura, son considerados por los lugareños como fetiches, tótems depositarios de poderosas energías y poderes mágicos.
La estatua de Ramsés II, por ejemplo (cuya base curiosamente está catalogada como pieza número 666 del emplazamiento arqueológico de Tanis), es visitada en ciertas noches de plenilunio por las jóvenes egipcias que desean ser fértiles. Arropadas por las sombras sitúan un cántaro con agua entre las piernas del coloso de Ramsés y dejan que el liquido se «cargue» con las vibraciones del famoso faraón durante toda la noche. Por la mañana esa agua, bendecida por el rey-dios —que en estas creencias locales sigue vivo como hace siglos—, permitirá a las jóvenes menos fértiles engendrar una nueva vida. De esta forma podemos afirmar que los antiguos dioses faraónicos, miles de años después de haber construido los fastuosos templos y pirámides del Egipto antiguo, continúan viviendo en los corazones de su pueblo a través de creencias, leyendas y supersticiones tan antiguas como la Esfinge.
Volver a la región de El Cairo, después de recorrer de punta a punta Egipto, es como volver a casa. Sin embargo, todavía quedaban tantas cosas por hacer...
Visité prácticamente todas las pirámides. Unas desvencijadas y semiderruidas, como las de Abu Sir o Zawyet El-Aryan, y otras majestuosas y fascinantes, como las de Saqqara o Dashur. Estas últimas todavía se encontraban en un área militar restringida cuando yo las visité, y puedo asegurar que «colarse» en el interior de una pirámide gigantesca, como la romboidal, para recorrer sus pasadizos y cámaras interiores, dentro de una base militar, es una de las experiencias más excitantes del mundo. En aquellos días circulaba un rumor, en los mentideros ufológicos, sobre «un ovni capturado por tropas israelíes bajo la pirámide de Dashur». Yo, que me recorrí la famosa pirámide romboidal, puedo dar fe de que allí no existía ni rastro de nada parecido. Ahora bien, en su momento, y mientras documentaba mi libro Los expedientes secretos, tuve la oportunidad de establecer una buena amistad y docenas de reuniones con un ex alto mando del Mossad israelí, que me confirmó que algo se había recogido en suelo egipcio caído del espacio. Pero como en tantas otras ocasiones, se trataba de una nave del planeta CIA... Como siempre, la pantalla de los extraterrestres sirve para ocultar realidades mucho más preocupantes.
Aun así, el paseo por los pasadizos de la pirámide romboidal resultó una experiencia extraordinaria. Y un buen «entrenamiento» para colarme más tarde, y en plena noche, en otra pirámide mucho más importante que la de Dashur... También pude explorar docenas de templos, mastabas y criptas, desde Al Fayum al Serapeum. Pero requeriría todo un volumen monográfico detallar mis impresiones en cada una de ellas. En mi cuaderno de viaje se iban amontonando las notas, mediciones, dibujos y conclusiones que me sugería cada uno de los supuestos misterios vinculados a esos lugares.
Finalmente decidí, como cualquier viajero razonable, que lo más práctico era seguir la pista a todos los sarcófagos, momias y demás piezas arqueológicas que durante estos siglos fueron extraídos de sus emplazamientos originales para poder ser expuestos al público sin temor a que fueran dañados y en un lugar lo suficientemente seguro y accesible a la vez. Ese lugar, lógicamente, es el Gran Museo Egipcio de Antigüedades de El Cairo.
Merece la pena acudir a ese museo con mucha calma y con cierta prisa. Prisa porque, próximamente, y según me confesó Zahi Hawass, las más de ciento veinte mil piezas expuestas en él serán repartidas por los nuevos museos que se están construyendo en El Cairo. Y calma porque una visita rápida y superficial, como la que hacen la mayoría de los turistas, es una blasfemia. Hay tantas cosas interesantes que ver en este museo que un día entero o dos no son suficientes ni para empezar. En mi cuaderno tenía una larga lista de tareas pendientes en el Museo Egipcio: la sala de Akenatón, el faraón hereje y sus cráneos deformados; el tesoro de Tutankamon y las tumbas reales de Tanis; las herramientas de los constructores de las pirámides y las momias reales, etc.
Llegué al museo después de reencontrarme con mi querida María y con la guía inestimable de Wael, de cuya mano se aprende más deprisa que en cada sala. Pero en un momento determinado, prometo que fue así, sentí la necesidad de distanciarme de ellos para buscar una pieza especial. Entonces viví una curiosa anécdota.
Yo soy lo más alejado de un psíquico. Carezco de toda forma de capacidad extrasensorial. Sin embargo, no puedo menos que calificar de sorprendente lo que me ocurrió la primera vez en mi vida que pisé el Museo Egipcio. En mi lista de tareas pendientes figuraba un objeto mencionado por Erich von Dániken en varios de sus libros y reproducido una y otra vez en miles de artículos y obras astroarqueológicas posteriores. Antes de mi primera visita al museo, muchos autores españoles habían citado el objeto en cuestión, reproduciendo siempre fotos antiguas del mismo. Y a pesar de que me constaba que todos ellos habían visitado el Museo Egipcio, sorprendentemente ninguno había localizado el misterioso «avión» de Saqqara. Prometo que ocurrió tal y como lo relato. Dejé a mis acompañantes admirando una de las salas de la planta inferior, y decidí buscar por mi cuenta el enigmático «avión» faraónico descrito por Dániken. Me preguntaba si realmente aquel objeto imposible existía o era producto de la imaginación del suizo, porque nadie había vuelto a publicar fotografías recientes y siempre se reproducían las mismas imágenes antiguas. Insisto en que jamás había pisado aquel lugar, y tan sólo me dejé llevar por la intuición. Y por los caprichos del azar, de alguna manera, terminé en la sala veintidós y ante las estanterías dedicadas a las reproducciones de pájaros. Y allí estaba. Catalogado como pieza número 6.347.
Sé que suena ingenuo, pero me constaba que durante al menos quince años ninguno de mis colegas españoles había publicado ninguna foto original del llamado «avión» de Saqqara. Así que me sentí como si hubiese hecho un gran descubrimiento. Como tantos en el mundo de la egiptología, debido más al azar que a mi pericia como rastreador de reliquias. Poco podía imaginar que después de ubicar el emplazamiento del «avión» en el museo, todos los guías «heterodoxos» de los viajes esotéricos a Egipto lo incluirían en su recorrido por el Egipcio de Antigüedades.
Esta pequeña pero enigmática pieza fue descubierta en Saqqara (donde se ubica la famosa pirámide escalonada del faraón Zoser) en 1898. Almacenada con otras muchas antigüedades, permaneció en el olvido hasta 1969, fecha en que el médico doctor Khalil Messiha se encontró con ella mientras revisaba un grupo de objetos rescatados de diferentes excavaciones que debían ser correctamente archivados en el Gran Museo Egipcio. La pieza habría continuado en los sótanos, como tantas otras, de no haber sido por la circunstancia —y esto es fundamental— de que el doctor Messiha era aficionado al aeromodelismo. Y como aficionado a tal disciplina, vio en aquel objeto, oficialmente la representación de un pájaro, algo muy similar a sus maquetas de aeroplanos realizadas con madera de balsa. Los ángulos de las alas, la perfecta aerodinámica del «fuselaje», el timón de dirección, todo recordaba la forma de un moderno avión. Aunque, eso sí, el supuesto «avión» carecía de timón de profundidad...
A favor de la audaz teoría de Messiha, que lógicamente fue acogida con entusiasmo por la AAS y demás defensores de la «teoría ET», es justo reconocer que las diferencias entre el «avión» de Saqqara y el resto de representaciones faraónicas de pájaros son evidentes. Salvo dos líneas rojizas y ya casi imperceptibles que le cruzan la panza, y el ojo en el lado derecho, ya casi invisible, no hay ni rastro de la representación de plumas que se aprecia en todos los demás modelos. Claro que no es menos cierto que los restos de pintura perfectamente pudieron haber desaparecido con el paso del tiempo, como desapareció el ojo izquierdo y presumiblemente desaparecerán los parcos restos que aún quedan. También es verdad que no se ven restos de las patas, lo que sí se observa en las demás representaciones de pájaros, aunque podríamos argumentar exactamente lo mismo que con respecto a las plumas. Pero lo que es indudable es su capacidad aeronáutica.
El pequeño objeto, que presentaba una ligera asimetría en sus alas, no estaba mal diseñado, como podía parecer. Al contrario. La ligera longitud mayor del ala izquierda y el pequeño arqueo de la derecha, unido a la peculiar forma —levemente oblicua— de la cola (que es casi vertical, como en un avión, y no horizontal como en los pájaros), hace que, lanzado al aire con la suficiente fuerza, pueda planear durante un recorrido de unos cuarenta y cinco metros y volver al punto de partida, igual que un bumerán australiano. O al menos eso hizo la réplica en madera de balsa que construyó el aeromodelista doctor Messiha. Lógicamente, las autoridades arqueológicas no dieron permiso para arrojar el «avión» original al aire, arriesgándose a destruirlo, así que no tenemos forma de constatar, por el momento, si la pieza original poseería la misma aerodinámica que la réplica construida por el bienintencionado doctor.
Cuando una pieza arqueológica es incluida en la bibliografía del misterio como «prueba» de la presencia extraterrestre o atlante en nuestra historia, es muy difícil volver a sacarla. Una y otra vez será reproducida en libros y revistas por autores que, lógicamente, jamás se han tomado la molestia de investigarla en su contexto. Y para reforzar sus atrevidas conclusiones, los astroarqueólogos la vincularán con otras piezas similares, o no, o con otros misterios arqueológicos. Igual que las «bombillas» de Dendera fueron desposadas con las «pilas» de Bagdad, el «avión» de Saqqara fue unido para la posteridad a otros «aviones» del pasado. En concreto, a un conjunto de «objetos ceremoniales» conservados en el Museo del Oro de Bogotá (Colombia) y cuya forma recuerda también a la de modernos aviones.
Ni que decir tiene que los «aviones» de Saqqara y de Bogotá fueron a su vez emparejados con las «pistas» de Nazca, en Perú, y la AAS concluyó que ante estas evidencias quedaba claro que en el pasado los «dioses» extraterrestres utilizaban la aeronáutica, volando en aviones convencionales, y empleando pistas de aterrizaje como las de nuestros modernos aeropuertos. Pero aplicando el sentido común, parece absurdo suponer que una tecnología capaz de superar la velocidad de la luz y viajar por el universo, como hemos de suponer a los hipotéticos extraterrestres, lo haga con aviones convencionales. O que utilicen escopetas de caza, como sugería el supuesto agujero de bala del cráneo de Broken Hill en Zambia. No, algo no encaja. Decidí mantener el «avión» de Saqqara en mi lista de misterios pendientes mientras me reunía con mi querida María y mi estimado Wael en la sala de Tutankamon para continuar juntos la visita al museo.
Mientras me relataba las leyendas que rodean a algunos de aquellos objetos, Wael observaba divertido cómo yo tomaba nota, medía, fotografiaba y filmaba muchas de aquellas piezas, que para mí tienen un interés especial desde el punto de vista de la arqueología bíblica por un lado, y desde la búsqueda de los «dioses» por otro. Como por ejemplo la pieza número 599 de la sala 13. Se trata de la única mención al pueblo de Israel que existe en la arqueología egipcia, y es que, aunque pueda asombrar al lector, ni siquiera la existencia del éxodo judío mencionado en la Biblia ha podido ser probada históricamente; o la pieza número 6.193, el sarcófago semiserrado de Diodefre, que según algunos probaría la improbable tecnología egipcia; o, sobre todo, la pieza número 469. Se trata de una estela en la que se representa lo que parece una serpiente dentro de una hoja de loto y que guarda un llamativo parecido con las polémicas «bombillas» de Dendera. De hecho, eso son las «bombillas» de Dendera. Por fortuna, un nuevo misterio se caía de mi lista de enigmas pendientes. En realidad, las «berenjenas» que Peter Krassa fotografió en los túneles de Dendera no eran bombillas. Si hubiesen descifrado los jeroflífos que rodeaban aquella forma tan seductora para un astroarqueólogo, sin sacarlo del contexto, habrían leído:
«Recitado por Harsumtus, el gran dios, que reside en Dendera, el que se eleva desde el loto como un Ba Viviente».
Y es que a Harsumtus, denominación griega del dios egipcio Hor-Sema-Tauy (Horus Unificador de las Dos Tierras), se le representaba, entre otras, con forma de serpiente. Esa figura, dentro de una hoja de loto, no es más que eso: una representación del dios Harsumtus que yo me he encontrado en numerosos templos de todo Egipto, no sólo Dendera. Fin del misterio. Creo que resulta más razonable suponer esto que creer que Harsumtus era el filamento de una bombilla prehistórica. Ojalá fuese así. Yo no soy un arqueólogo, funcionario a sueldo de ningún museo, ni tengo ninguna necesidad de mantener intactos los dogmas oficiales sobre el pasado de la civilización egipcia. Soy un buscador independiente devorado por un ansia suicida de encontrar respuestas a mis preguntas, pero creo que debemos saber diferenciar nuestros sueños y fantasías, por románticas que sean, de los hechos probados, para poder sacar conclusiones razonables. Existen todavía tantos misterios fascinantes en la historia de nuestro pasado que no es necesario inventarse ninguno.
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