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viernes, 10 de abril de 2020

EGIPTO: LA RUTA DE LOS OASIS


Lo que los turistas no ven en el país de los faraones:

Más allá de la Gran Pirámide de Kepos, del frenético bullicio de El Cairo, de los templos de Karnak o Abu Simbel, del crucero por en Nilo y el lago Nasser o de las tumbas del Valle de los Reyes, existe un Egipto misterioso y desconocido, que no frecuentan las excursiones organizadas, ni se colapsa con grupos de miles de turistas… Un Egipto milenario, genuino y auténtico, en el que es posible vivir experiencias imposibles en ningún otro rincón del país de los faraones. 


Abandonamos El Cairo en dirección Oeste, notando como poco a poco el alocado tráfico de la capital, y los omnipresentes autobuses de turistas, van desapareciendo a medida que nos internamos en el desierto del Sahara. Y a poco más de 100 km llegamos a nuestro primer destino: Al Fayyum, el oasis de las tierras pantanosas.

Al Fayyum es el más grande de todos los oasis de Egipto, repleto de lugares tan alucinantes y desconcertantes como el Wadi Hitan: el valle de las ballenas, donde es posible ver los enormes esqueletos fósiles de los cetáceos que perecieron allí cuando el Sahara todavía era un mar.

Recomendable también visitar el monasterio de Wadi Rayyan, donde los monjes se mantienen las tradiciones de los primeros cristianos, y parte de su legado. Y la pirámide de Meidum, la primera que deja el diseño acodado de Shaqara y se construye con paredes lisas tal y como hoy las conocemos. Desgraciadamente parte de la estructura de derrumbó, y ahora solo se conserva la parte central… y las galerías subterráneas. Recientemente los investigadores Gilles Bormion y Jean-Yves Verd´hut, que estudian las pirámides de mediados de los años 80 del siglo pasado, descubrieron dos nuevas cámaras funerarias en Meidum.

En Al Fayyum hacemos nuestros primeros contactos con los santones y curanderos que trabajan con los jinnas… los genios descritos por el Sagrado Corán. Unas criaturas inteligentes a medio camino entre los humanos y Allah, capaces de adoptar cualquier apariencia física y de interferir en nuestras vidas, para bien o para mal, según la tradición islámica…

Las momias de oro y el desierto negro

Siguiendo viaje hacia el suroeste a menos de 300 km de El Cairo, el color dorado del desierto se va oscureciendo a causa de la presencia de dolerita, el material volcánico que al llamado desierto negro, su particular color. 

Y allí, en el desierto negro, encontramos el Bahariya. El oasis que saltó a las primeras páginas de la prensa internacional cuando, a finales del siglo XX se anunció el descubrimiento de diez mil “momias de oro” en las entrañas de ese desierto. 

Bahariya ocupa una depresión de 2.000 km cuadrados cuya capital es el pueblo de Al Bawiti. Allí puedes visitar el museo de Mahmoud Eed, recomendable para todos los viajeros que se internen en esta región del Sahara. 


Mahmoud Eed es el sobrino de un conocido santón musulmán, famoso en toda la región de Bahariya por sus poderes curativos. Ahmed Eed, según nos explicó su sobrino, era capaz de curar cualquier enfermedad relacionada con los huesos, el reuma, etc, solo utilizando las páginas de El Corán y la ayuda de los jinnas. De hecho, el emblema del museo de Mahmoud Eed es la imagen del mausoleo de su tío, situado a unos pocos kilómetros de Bawiti y que pudimos visitar gracias a sus indicaciones. La puerta estaba abierta, a diferencia de otros mausoleos que visitamos en los oasis, para que cualquier peregrino pueda presentar sus respetos al santón.

En Bahariya puedes disfrutar de reconfortantes fuentes termales, como las de Al Beshmo, Al Muftala o la sulfurosa de Bir Al Ramla, que pueden obrar milagros con los huesos cansados por el viaje; visitar el templo de Ain Al Muftella, la cordillera caliza de Quarat Al Hilwa y el Templo de Alejandro, donde se encontró la única imagen de Alejandro Magno descubierta en todo Egipto. Pero evidentemente, lo único que el viajero no pude dejar de ver en Bahariya, son las momias de oro. El ultimo gran descubrimiento arqueológico en Egipto, equiparado (interesadamente) por Zahi Hawass con la tumba de Tutankamon.

Cuando nosotros llegamos por primera vez a Bahariya todavía se llevaba con gran secretismo el descubrimiento de las momias de oro. Existía una orden expresa desde El Cairo, dictada por el Dr. Zahi Hawas, de que no se permitiesen tomar fotos ni imágenes de las fosas donde estaban las momias, así que nos costó un gran esfuerzo convencer al Inspector Arqueológico del oasis, el Dr. Muhammad Ayad, para que nos diese permiso para visitar las momias, y nos acompañase a la excavación. 

En una fecha indeterminada, el asno de un vigilante del Templo de Alejandro Magno se hundió accidentalmente en una fosa de arena, y su propietario, al intentar rescatarlo del agujero en el que se había caído, descubrió el mayor emplazamiento de momias del mundo. Las momias de oro de Bahariya deben su nombre a unas máscaras doradas que cubren sus rostros, y que ante el haz de mi linterna parecían cobrar vida, mirando furiosas al extranjero que osaba profanar su sueño. No me extraña que el mismo Dr. Hawass, según me confesó personalmente en su día, tuviese pesadillas durante vayas noches con dos de las momias infantiles que extrajo de Bahariya, y que sólo cesaron cuando volvió a reunirlas con las de sus padres.

En las fosas principales pude ver apenas una docena de momias, extraídas de sus nichos, y mal protegidas del viento y las inclemencias con telas, o incluso con una puerta de armario colocada encima. Según los cálculos de Zahi Hawass en Bahariya podía haber unas 10.000 de aquellas momias, que no serán extraídas de sus fosas, por el momento, sencillamente porque ya no queda más sitio físico en los museos para colocarlas y clasificarlas debidamente. Y si han aguantado tantos siglos enterradas en la arena, es porque no existe mejor conservante natural para una momia. Algunas de ellas pueden verse en el Museo Arqueológico de El Cairo.

El desierto blanco y Al Bawati

Saliendo de Al Bawati en dirección sur, nos enfrentamos a muchos kilómetros de desierto negro antes de llegar al oasis de Al Farafra. Pero unos 50 kilómetros después, de nuevo el color del suelo se transforma, a la vez que el paisaje, clareándose más y más a cada metro. Entramos en el desierto blanco, un paraje fantasmal, poblado por caprichosas formaciones rocosas con forma de hongos gigantes, que parecen diseñados por la imaginación de Julio Verne o de Dalí. Los viajeros creen ver en aquellas surrealistas formaciones blancas las figuras de avestruces, camellos y hasta platillos volantes. Merece la pena tomarse un tiempo para disfrutar aquellas estampas insólitas, y para apretar a discreción el disparador de la cámara fotográfica.

Los amantes de las piedras deben hacer un alto también en la Montaña de Cristal. No tiene perdida. Está a la izquierda de la carretera, y se reconoce enseguida por el enorme agujero que tiene en medio, otro capricho de la erosión, como si fuese una puerta sagrada a otros mundos. Esta gigantesca roca de cristal de cuarzo se encuentra a unos 24 km al norte de Naqb Al Sillim, y los pequeños cuarzos que la rodean reflejan los rallos del sol, dándole la apariencia de un campo de luciérnagas fantasmal. Merece la pena hacer un alto en el camino. Basta caminar un poco mirando al suelo para encontrar todo tipo de piedras extrañas. Algunas de formas tan caprichosas, aristas tan pulidas, y curvas tan perfectas, que parecen haber sido “modeladas”. Son iguales a las supuestas “piedras ablandadas” de Giza o Perú. Pero a nadie se le ocurriría decir que esas piedras, producto de los caprichos de la naturaleza, son obra de una tecnología secreta…

Por fin, tras 80 kilómetros más de polvo y arena, llegamos al oasis de Al Farafra, el más aislado y menor de los oasis del desierto occidental. A pesar de las antiguas tradiciones que mantienen sus habitantes beduinos, resulta llamativo el contrastes de ver las puertas modernas de sus casas de adobe, blindadas con cerraduras medievales; o admirar los versículos de El Corán que decoran las fachadas. 

Pese a ello Al-Farafra no ofrece excesivos atractivos al viajero, excepto quizás su Museo de Badr y sus fuentes de agua sulfurosa. Auténticos “jacuzzys naturales”, que suponen un placer añadido. Las casas de Al Farafra están pintadas de azul, para proteger a sus supersticiosos habitantes del “mal de ojo”, y decoradas con motivos alusivos a las peregrinaciones a la Meca, o también figuras de animales, que hacen recordar la pinturas rupestres prehistóricas que decoran las laderas de ciertas montañas, no muy lejanas.

Y es que, si contratásemos los servicios de cualquier agencia local de guías nativos, y abandonásemos la ruta de los oasis para hacer una incursión de más de 200 km desierto adentro, hacia la frontera con Libia y al sur, llegaríamos a la zona norte de los Montes Uweinat, el extremo sudoeste del país. Es el Gilf Kabir, donde se encuentra una auténtica catedral de arte rupestre, solo comparable a las famosas pinturas de Tassilli, en Argel, pero totalmente desconocidas. 




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