Ascendiendo un poco más por el Nilo, nuestra siguiente etapa es Luxor. Y aquí el viajero deberá tomárselo con calma porque probablemente se trata de la mayor concentración de restos arqueológicos egipcios en el menor espacio geográfico después de la meseta de Giza.
Decidí darme un descanso de Alí Muhammad y de su incómodo bote, al que ya había empezado a odiar, y me alojé en un hotel como Dios manda. En estos momentos es cuando el viajero se siente millonario. No existe una sensación más placentera que poder ducharse con agua limpia, aunque sea fría, beber una cerveza fresquita, comer la comida caliente, poder dormir en una cama ¡y con sábanas casi nuevas! Los occidentales no solemos ser conscientes de los lujos maravillosos de los que disfrutamos cada día hasta que tenemos que prescindir de ellos. Como no valoramos la ciencia, y sobre todo a nuestros médicos, hasta que la enfermedad nos golpea. Y por eso es tan maravilloso viajar. Porque nos permite valorar las cosas que tenemos, y a las que no damos ninguna importancia.
Cuando convives con culturas, con sociedades y con personas que sobreviven en unas condiciones de vida mucho más duras, crueles y pobres que las nuestras, aprendes a respetar la suerte que tienes de haber nacido donde has nacido. Prescindí de las comodidades de los grandes hoteles para occidentales y me alojé en un humilde hotel egipcio para egipcios. Pero aquella pensión de Luxor me parecía un palacio, incluso aunque no tuviese papel higiénico en el WC, sino el inquietante chorrito de agua tan característico del mundo árabe. Hay cosas a las que un occidental no puede acostumbrarse...
Me gusta pasear por Luxor. Hay tantas cosas que ver, en una y otra orilla del Nilo: el museo de la momificación, el Rameseum, el templo de Menefta, la antigua necrópolis de Tebas, la casa de Howard Carter, el templo de Deir-al-Bahri o los colosos de Memnón. En torno a estos últimos, por cierto, dos estatuas gigantescas construidas por Amenofis III, sobrevivió una insólita leyenda durante siglos y el enésimo triunfo de la ciencia sobre la superstición. Al salir el sol, uno de los colosos de Memnón cantaba.
Podemos imaginar la repercusión, en la mentalidad mágica egipcia, de ese fenómeno. Porque es que el coloso realmente cantaba. O más bien, hablaba, en un idioma extraño e incomprensible. Eso parecían los sonidos, gruñidos, aullidos y silbidos que emitía y que eran perfectamente audibles a pocos metros del monumento. Hasta los griegos reseñaron en sus crónicas el fenómeno, lo que produjo que los más eruditos adivinos y esótericos viajasen hasta Luxor para intentar interpretar el lenguaje del coloso. Llegó incluso a fundarse una escuela de intérpretes llamada el Oráculo de Memnón, que elaboraba las conjeturas más disparatadas, o interesadas, afirmando que tal o cual cosa había sido dicha por el coloso... ¡Cuántas veces en la historia los autoerigidos intérpretes de los dioses se habrán excusado en ellos para expresar lo que no eran más que sus intereses personales!
El negocio se le acabó al Oráculo de Memnón cuando la ciencia de la época descubrió el origen de aquellos sonidos: el cambio de temperatura entre la noche y el día, en pleno desierto, dilataba y contraía la piedra del monumento, granito y gres, provocando roces, corrientes de aire, etc., que generaban dichos sonidos. Los colosos de Memnón jamás dijeron todas las cosas que los videntes y sacerdotes pusieron en sus labios de piedra.
La ciudad de Luxor está llena de vida y contrasta con el viaje a través de los oasis del desierto o con los pescadores del Nilo. Ésta es una gran ciudad. No es difícil encontrar accesos a internet en cafeterías, hoteles o locutorios. Además, es un lugar excelente para comprar libros. Librerías como A.A. Gadis o Anoudi Bookshop son parada obligada para los viajeros, exploradores e investigadores que hacen escala en Luxor. Y yo aproveché para comprar algunas obras clásicas de Petrie, Mariette y hasta una edición en francés del catálogo completo de ilustraciones de la expedición de Napoleón.
Después me pasaría las noches revisando mis notas, los calcos, las imágenes y buscando en los clásicos alguna respuesta a las dudas que me atormentaban. Pero los clásicos tardarían todavía un par de noches en responder. No así los historiadores y egiptólogos. Por esas extrañas coincidencias del destino, y porque en el fondo algunos lugares como el Museo Egipcio de Antigüedades de El Cairo, la meseta de Giza o las librerías de Luxor son de visita obligada para arqueólogos, antropólogos, astroarqueólogos, piramidólogos y demás estudiosos del pasado, ortodoxos o heterodoxos, me encontraría con.. varios de ellos en nuestros respectivos viajes a Egipto.
Y siempre es un placer coincidir con mi admirado José Miguel Parra o Ignacio Ares en cualquier parte del mundo. Pero si es en Egipto, más. Ambos pertenecen a la escuela egiptológica más «oficial» y académica. Y ambos conocen a la perfección la cultura faraónica. ¿Quién mejor que ellos para consultar las dudas que me angustiaban sobre la presencia de máquinas modernas en los jeroglifos egipcios? ¿Podrían los historiadores y egiptólogos «oficiales» darme una alternativa razonable a la hipótesis de la AAS para explicar qué hacen un helicóptero, un tanque, un avión y un submarino en el templo de Abydos?
Y lo hicieron. Pacientemente, Ignacio Ares me explicó cómo Ramsés II, un faraón casi tan fecundo en la construcción de templos como en la procreación de descendencia, tenía la costumbre, como otros antes y después que él, de «apropiarse» de templos y monumentos construidos por sus predecesores. Para ello, lo que hacía era tapar el cartucho del faraón constructor del templo con un parche de argamasa y sobre ese «parche» colocaba el cartucho con su nombre.
Pues bien, según Ares, si superponemos los caracteres jeroglíficos del cartucho de Seti I con el de Ramsés II surgen esas formas caprichosas que, sólo a ojos de un occidental contemporáneo, no familiarizado con la escritura jeroglífica, podrían parecer máquinas modernas. Fin del misterio. La explicación parecía razonable. Además, no tenía ninguna razón para pensar que Ares, Parra o cualquiera de mis amigos, arqueólogos, historiadores, egiptólogos, etc., me mintiesen. Sin embargo, como repite una y otra vez Grissom, el ficticio entomólogo criminalista del CSI, los humanos se equivocan, las pruebas no. Así que intenté hacer un pequeño experimento para comprobar si la teoría de la superposición de cartuchos podía explicar realmente aquellos inquietantes jeroglifos.
Sé que parecerá un experimento absurdo y precipitado, pero a mí me sirvió para aplacar totalmente mis dudas. Compré un DVD en la misma tienda del hotel, que por cierto era un documental sobre los misterios de Egipto presentado por Omar Sharif, y le arranqué la parte de plástico transparente de la portada. A continuación, y tan toscamente como implica utilizar un cuchillo en lugar de unas tijeras, corté aquel plástico transparente en dos mitades iguales. Sobre una dibujé el cartucho jeroglífico de Seti I, amante sobrenatural de Omm Seti y constructor original de Abydos. En el otro dibujé el cartucho del usurpador Ramsés II. Cuando coloqué una de las láminas de plástico sobre la otra, el resultado no podía ser más contundente. Ante mí aparecían milagrosamente el helicóptero, el tanque y las demás «máquinas modernas».
Una extraordinaria coincidencia, un capricho del azar, una mala interpretación. Todo eso y mucho más. Pero una nueva clave. Porque a lo largo de mi viaje me encontraría una y otra vez con fenómenos similares. Supuestas pruebas irrefutables de la presencia de los «dioses» en el pasado de la humanidad que fueron reinterpretadas por investigadores tan bienintencionados como yo, pero tan ignorantes a la vez del contexto donde se dieron. El contexto es vital.
Y al final, por desgracia o por suerte, en la inmensa mayoría de los casos, las supuestas evidencias de los «dioses» se limitan a un conjunto de anécdotas, sacadas de contexto, recopiladas por coleccionistas de excepciones. Y un grupo de excepciones no formula una regla. Omm Seti no lo era. Omm Seti conocía la escritura jeroglífica tan bien como la literatura inglesa, y también conocía perfectamente la historia de Seti I y de su hijo Ramsés II, y la afición de éste a implantar su cartucho encima del de sus predecesores. Por eso Omm Seti, que escribió cosas mucho más increíbles que Erich von Dániken y que también creía en la intervención de dioses extraterrestres en el pasado de Egipto, jamás vio un helicóptero, un tanque ni dos aviones en el templo de Abydos. Ella veía lo que realmente existía: dos cartuchos faraónicos superpuestos.
Seamos sinceros: ¿a cuántos supuestos misterios del pasado podríamos aplicar este mismo razonamiento?
Puede sorprender al lector, pero esa noche dormí más tranquilo. Es cierto que, como ex creyente, me encantaría descubrir pruebas objetivas e irrefutables de la existencia de Dios o de los «dioses». Me entusiasmaría poder descubrir evidencias incuestionables de la existencia del alma, de lo sobrenatural o de la vida más allá de la muerte, pero juro solemnemente que me gusta todavía más descubrir la verdad que se oculta tras un misterio y resolverlo. Sea cual sea. Estimulante o decepcionante, sensacional u ordinaria, revolucionaria o convencional. Prometo que me siento igual de capacitado para aceptar que civilizaciones no humanas influyeron en el origen de las culturas antiguas como para asumir que somos los únicos habitantes del universo; me siento igual de dispuesto a creer que hay uno o varios seres superiores que crearon el mundo y a todos los seres vivos, como que Dios es sólo una muleta espiritual para consuelo de nuestras conciencias; puedo encajar con la misma resignación que tras la muerte física la conciencia humana siga existiendo como que no haya ningún más allá...
Pero necesito pruebas. O al menos argumentos lo suficientemente lógicos y razonables para convencerme. Por eso aquella noche taché de mi lista de misterios pendientes las «máquinas» del templo de Abydos y dormí un poco mejor. Aunque aún estaba por resolver el misterio de las «bombillas» de Dendera.
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